A comienzo de los años cincuenta del siglo pasado, algún niño de la vereda del Palomaré, vereda que acompaña, en las inmediaciones del Palmeral, desde hace mil años, a la roba del mismo nombre, desde que se desgaja de la roba de Masquefa, se atrevía a imaginar la escena del milagro de la palmera. Por el huerto de doña Filomena Mejías, en un recodo del camino que repasó tantas veces Miguel Hernández, había una palmera verdal, que sigue estando allí, de dátiles dulcísimos. Esa palmera, símbolo del amor, que todavía no era muy alta y podía llegar hasta el suelo con la punta de sus palmas, fue la que realizó el milagro. El niño de la vereda conserva en su memoria, como entre las brumas de un día de baria, el ruido del tropel de los soldados, que llegaban de Sanantón. Los fugitivos se arrimaron al tronco hirsuto de la palmera, conteniendo la respiración.
El Niño no lloró, ni la burra rebuznó. La palmera, decididamente, aplachó sus ramas frondosas sobre los viajeros. Los perseguidores pasaron, sin darse cuenta del prodigio, hacia el Escorratel, venga a preguntar por el Niño.
La visión del niño huertano fue mucho más real que la que tuvo la beata Ana Catalina Emmerich y dejó por escrito: "Bajo una palmera había dos carteles sostenidos por ángeles. Por encima de la palmera estaba arrodillada una Virgen que parecía salir del tallo y cuyo traje flotaba en el aire. Vi al Padre Eterno, en la forma que siempre lo veo, acercarse a la palmera por encima de unas nubes, y quitar una gruesa rama que tenía la forma de una cruz y colocarla sobre el Niño".
MIGUEL RUIZ MARTÍNEZ
ORIHUELA. LITERATURA Y PATRIMONIO
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