Orihuela, Barrio de San Antón. Siglo XIX
Caminaba la oriolana como solía hacer por esos lares como
tenía por costumbre.
Era una hora próxima a las siete de la mañana y venía de
asistir a la misa de las seis que impartían en Santo Domingo.
Embarazada de su undécimo hijo decidió coger el camino de la
cuesta de la mina de
Mercurio. Así podría tener ocasión de encontrarse con su
marido.
Sus otros hijos eran niños hermosos, como su padre Vicente
Fernández, un hombre natural de Alcázar
de San Juan, que había venido para dirigir las obras del nuevo horno que se
estaba construyendo con los restos del antiguo que se había quedado obsoleto.
El viejo horno había cumplido su papel desde 1850 hasta que
los recursos de la sociedad minera La Amistad.empezaron
a escasear y todo terminó en ruina.
Por eso los responsables de la empresa, decidieron irse a
Almadén en busca de consejo.
Y desde tierras manchegas empezaron a llegar a Orihuela obreros
y especialistas en la extracción de Cinabrio para darle un vuelco a la situación.
Así es como había llegado él como director de obras. Junto
con otros operarios de Valencia que incluso habían traído consigo a sus familias.
Vivían en cuevas que se repartían a lo largo de todo el
monte San Miguel.
Vicente que había venido solo, conoció a una Oriolana y se
enamoraron locamente.
Un amor y una pasión tan intensa que de ella y tras una
recordada boda brotaron con los años 10 criaturas fruto de ese amor
incondicional.
La joven de treinta años que caminaba sola sintió un mareo
pero las ganas de poder ver una vez más los tiernos ojos de su marido la hicieron
seguir adelante.
Volvió a marearse y esta vez perdió pie y cayó al suelo
justo antes de sentir el agónico grito de su hijo no nacido.
Se le escapaba el aliento El suyo y el de su niño y en un
esfuerzo final se agarró a la tierra y dejó allí para siempre los dolores de su
alma junto con la de su hijo.
Los vecinos la encontraron muerta sobre un enorme charco de
sangre. Había perecido de un derrame.
Varios días más tarde, aún con la sangre fresca en la
tierra, algunos vecinos de la zona empezaron a contar que algunas noches
escuchaban de cerca el llanto invisible de un niño y la dulce voz de una mujer
que le cantaba una canción.
Y así hasta nuestros días, en alguna ocasión que alguien ha
pasado por allí a esas horas de la madrugada, ha podido ser testigo de lo
imposible.
Una sombra clara en la noche, un caminante extraño vestido
de blanco con algo pequeño que sujeta con sus brazos.
Parece alguien que nos observa. Con sus pequeñitos ojos se fija
en nosotros y después llora.
Pobre Vicente el hombre que pasó el resto de su vida
aferrado a los rumores que contaban los vecinos de la zona.
No sabemos si en alguna ocasión pudo llegar a ver al espíritu
de su mujer.
El caso es que su vida en la ciudad no acabó hasta que
cumplió casi los 100 años.
Pues nunca quiso abandonar Orihuela como tampoco
hicieron algunos de sus otros hijos.*Los nombres reales de los protagonistas han sido sustituidos por otros ficticios para no dañar la reputación de los familiares que quedan vivos en Orihuela. Tampoco se ha respetado lo sucedido al pie de la letra para no dar pistas.
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