Fueron unos sencillos escombros el lugar en donde se edificó el Casino de Orihuela, centro de recreo confortable, elegante y espacioso.
Señores de intachable reputación, algunos políticos que mantenían acaloradas discusiones con sus rivales, incansables jugadores de dominó, cartas o lo que se ofreciese, además de la alegre juventud bulliciosa, bromista e inquieta.
Pero no siempre había sido así.
En aquel mismo sitio donde discutían ahora existió hace tiempo una posada de gran nombradía con más de mil quinientos metros cuadrados de superficie en la que se reunían todos los trajinantes de la región además de carreteros y gente de no muy buena fama y que en tiempos de la guerra carlista (cantonalista) a ella acudieron los soldados de Antonete a llevarse los caballos que en sus cuadras había.
Por los venturosos años de la segunda mitad del pasado siglo,
en que nuestros padres vivían felices a pesar de haber algunos ensayos
revolucionarios y alumbrar sus casas con mortecinas luces de petróleo, existía en
Orihuela una posada famosa enclavada en el mismo corazón de la ciudad.
La Posada
de Pizana -que así se llamaba- era la más antigua de la levantina población, la
más típica y la más visitada por cuántos viajeros llegaban, cansados y
condolidos después de sufrir las molestias de un viaje en diligencia; aquellas
diligencias que rodaban trabajosamente a lo largo de carreteras mal cuidadas,
veredas y caminos.
Y allí, en la posada prestigiosa y de nombre conocido en
toda la región, habitaba un matrimonio de ejemplares costumbres, al amparo de
cuya posada vivían, dándole el impulso cotidiano para su buena marcha, con el
trabajo constante y el esfuerzo animoso de unas vidas llenas de fructíferos
amores y sinceras esperanzas:
Francisco Ferrer, natural de Murcia y Luisa (Ons) de
Orihuela, eran los posaderos de la Posada de Pizana.
La mitad de Orihuela,
completamente transformada hoy por la marcha más o menos acelerada que los años
animan a los pueblos, en aquel entonces presentaba las características genuinas
de ciudad levantina, pletórica de pintorescos atractivos y rebosante de
bellezas naturales.
Entre sus calles, la mayoría de ellas estrechas, sin
pavimentar, con casas de un solo piso, entre las que sobresalía algún suntuoso
palacio albergue de nobles señores, la de los Hostales, importante arteria de
la ciudad orcelitana en el siglo XIX, tenía sencillas líneas que ocupaba casi
por completo la acera enfrentada hacia el Levante.
Y esta fachada guardaba en
su interior a la Posada de Pizana.
Desembocaba en el río Segura la calle de los
Hostales, río que atraviesa de parte a parte la ciudad y alimenta con sus aguas
la hermosa huerta que la rodea y que constituye su única riqueza.
Por el otro
extremo, la calle se bifurcaba, formando dos esquinas rectangulares, llamados
también estos dos brazos, Hostales, como el tramo del cual nacían.
En la
esquina izquierda, mirando al Norte, estaba la entrada principal de la posada
en qué Luisa trabajaba sin descanso, pues era ella y no su marido Francisco, el
alma de aquel célebre parador.
A los Hostales daban alegría una serie de rejas,
todas iguales, por donde el sol penetraba el los humildes aposentos de la
posada.
Bajo estas rejas, coincidiendo con cada una de ellas y simétricamente
colocadas, otras rejas pequeñitas facilitaban no muy fácil respiro a las
cuadras largas, sucias y malolientes, adosadas a los cimientos del amplio
edificio.
Sobre las rejas grandes, no había ya nada más que el alero de los
tejados adornados estos en los meses que las golondrinas vienen, por sinfín de
nidos redondos, hechos de barro recogido de las orillas del río y que daban
alegría a la calle con el piar alborotado de los hijuelos en constante llamada
a los padres.
Calle de los Hostales, estrecha, con un palmo de fango cuando
llovía, con los viejos y oxidados faroles de petróleo en las esquinas, con los
nidos de golondrinas en el alero del tejado de la Posada de Pizana y con más
rejas de la misma posada, motivo de admiración para los habitantes de la ciudad
durante la mitad clara del día, y de especial curiosidad e ilusión romántica
por parte de los mozos en las noches de ronda, porque detrás de los hierros de
una, de la más cercana al río, respiraba el aire húmedo de Orihuela una mujer
joven, candorosa y bella: Encarnación Ferrer Ons.
Luisa, la posadera, mujer de
regular estatura, pelo castaño, nariz ancha y ojos muy vivos, llevaba por entero
el gobierno de su posada, entendiéndose ella directamente con carreteros,
traficantes, gañanes y cuántos viajeros en su casa se hospedaban.
Alma y vida
de la Posada de Pizana, esta buena mujer daba impulso al negocio con su
despierta inteligencia, y ella era la que atendía con frases halagadoras a los
que al ancho y cuadrado patio entraban, montados en mulos, caballos, carros y
diligencias, hasta dejarlos acomodados en los respectivos aposentos.
Porque la posada tenía un amplio patio con porchada a su
alrededor, en donde colocaba coches y carros y un pozo en el centro, con
hermoso brocal de piedra oscura de una sola pieza, a cuyo lado, un largo
abrevadero mostraba las aguas limpias y cristalinas que del pozo sacaba a pozales
el mozo de cuadras.
Y esta agua, clara y dulce, apagaba la sed de animales
sudorosos y cansados, refrescaba las piedras del patio y aliviaba los ardores
de garganta enrojecidas por la absenta y el aguardiente.
Pozo de aguas puras,
con las que Encarnación regaba los geranios y claveles que adornaban su reja, tapada
en parte sus puertas por una cortina azul; pozo de cuyas aguas bebían los
palomos de Francisco, marido de Luisa.
Francisco Ferrer ayudaba a su esposa en
algunos quehaceres cuando sus ocupaciones de negociante se lo permitían.
El
posadero se dedicaba a la compra y venta de cereales, patatas y pimientos,
ganando con estas operaciones algún dinero, que, unido al producto que daba la
posada, sirvió para poder dar carrera a dos de sus hijos, la de abogado a uno y
la de médico al otro, ocupando a los otros hijos en el mismo negocio al que él
se dedicaba.
Esbelta, de cabellos castaños
claros, casi rubios, de cutis blanco y sonrosado, de expresivos ojos,
candorosos y llenos de bondad al mirar, esta muchacha no gustaba de muchas
amistades, siendo por lo tanto muy reducido el número de personas a las que
trataba.
Algo retraída, pasada su vida en su cuartito de la Posada de Pizana,
distraída en las labores propias de su sexo, sentada en la baja silla de
asiento de anea adosada a los hierros de su reja cubierta en parte por la cortina azul.
Frente a la reja paseaban a diario apuestos jóvenes prendados de la belleza y noble simpatía de Encarnación, pero esta nunca correspondía a requerimientos ni a insinuaciones de amor.
La guapa hija de los posaderos se destacaba en la ordinaria vida del parador de Pizana y, seguramente, la lucecita que alumbraba a su destino, en el cual esperanzado, confiaba, alentávale a esperar, día tras día, la hora de su felicidad.
Y, en efecto, el amor y la felicidad llegó en la persona de Juan Miró, natural de Alcoy e Ingeniero de Caminos adscrito a la Jefatura de Obras Públicas de Alicante.
Desde que Juan Miró, de figura apuesta y elegante, hizo su entrada por primera vez a la Posada de Pizana, en la cual se hospedó, Encarnación siente latir su pecho un poco más aceleradamente, cuida sus claveles y geranios con más cariño, atiende a los palomos de su padre con más interés, esparciendo por el terrado los granos de trigo abundosamente, que los blancos e inocentes animalitos pican con deseo.
El amor ha envuelto la cabeza de Encarnación con su fija y espesa red, de la que ella, complacida, no quiere escapar.
Encarnación Ferrer está enamorada, y Encarnación Ferrer ha correspondido afirmativamente, con cierta timidez, a los requerimientos amorosos de Juan Miró.
Frente a la reja paseaban a diario apuestos jóvenes prendados de la belleza y noble simpatía de Encarnación, pero esta nunca correspondía a requerimientos ni a insinuaciones de amor.
La guapa hija de los posaderos se destacaba en la ordinaria vida del parador de Pizana y, seguramente, la lucecita que alumbraba a su destino, en el cual esperanzado, confiaba, alentávale a esperar, día tras día, la hora de su felicidad.
Y, en efecto, el amor y la felicidad llegó en la persona de Juan Miró, natural de Alcoy e Ingeniero de Caminos adscrito a la Jefatura de Obras Públicas de Alicante.
Desde que Juan Miró, de figura apuesta y elegante, hizo su entrada por primera vez a la Posada de Pizana, en la cual se hospedó, Encarnación siente latir su pecho un poco más aceleradamente, cuida sus claveles y geranios con más cariño, atiende a los palomos de su padre con más interés, esparciendo por el terrado los granos de trigo abundosamente, que los blancos e inocentes animalitos pican con deseo.
El amor ha envuelto la cabeza de Encarnación con su fija y espesa red, de la que ella, complacida, no quiere escapar.
Desde ese momento, la hija de Luisa abandona en parte su
acostumbrado retraimiento, sus frescas y rosadas mejillas denotan más alegría,
su mirada manifiesta claramente felicidad y dicha infinita.
Pero entonces comenzaron los diversos comentarios de beatas,
comadres y mozos desairados haciéndose cábalas para todos los gustos, unas
buenas y otras mal intencionadas, debido a que por aquel tiempo se comentaba
con exceso de crudeza aspectos de la vida social de Orihuela, comentarios
consecutivos a la llegada de ingenieros, capataces y obreros destinados a las
obras de la línea del ferrocarril entre Murcia y Alicante.
“Llegó una multitud.”
Había catalanes, andaluces, extremeños y “gabachos”.
Ingenieros y sobreestantes
franceses, grandes y rubios.
Listeros, capataces, furrieles.
Un ejército de
invasión, con sus carros y toldos, y como todos los ejércitos, le seguía una
nube de galloferos, de mercaderes y abastecedores de “sensualidad”.
La posada de Luisa se vio muy concurrida durante el
tiempo que duraron las obras del ferrocarril. A ella acudían algunos obreros en
demanda de las sabrosas comidas que en su espaciosa cocina se condimentaban.
También
allí se hospedaban los ingenieros y capataces, ocupando aquellos cuartos
reducidos, de techos altos, cuyo mobiliario consistía en una cama de hierro,
pie de zafa con toallero y reducida mesa de madera pintada de nogalina.
A los Hostales
se abrían las ventanas de estas habitaciones, guardadas por rejas de gruesos
hierros lisos y redondos, a la misma distancia unos de otros y el número de ocho.
“Cualquier bracero del Ferrocarril comía
y bebía con más rumbo que toda una familia hidalga. Algunas cosas, entre ellas
los luces monásticos, encarecieron un poco. Se instalaron figones y botillerías,
con tablao para cante y de noche volcaban en Oleza el vaho de los ajenjos y frituras,
el freno del fandango, la brama de los refocilos”. (El Obispo Leproso de
Gabriel Miró).
“Oraciones, labor de aguja,
tertulias recogidas se contenían para oir los huracanes de la abominación. Y en
silencio se desgarraba una risa de mujer. Las señoras, y entre ellas Las Catalanas,
que tuvieron tienda de tejidos, no se explicaban que esas infelices pudieran
estar solas con tantos hombres… “.
“Al amanecer, los ingenieros se bañaban en
el río. Después salían todos al trabajo, y Oleza se quedaba, inocente y tímida,
bajo las campanas y esquilones de sus conventos y parroquias”.
En este
ambiente de críticas acerbas, cabildeos y murmuraciones, comenzaron los amores
de Encarnación con el ingeniero Alcoyano Juan Miró.
La posadera Luisa y su
marido veían con buenos ojos las relaciones de su hija con Miró, no así los
padres del joven Ingeniero de Caminos, residentes en Alcoy, que hicieron desde
el primer momento fuerte oposición a que siguiera aquel noviazgo.
No influían
en el ánimo de Juan las amonestaciones y consejos de sus padres y el enamorado
galán continuaba sus visitas a Orihuela, prendado de los encantos y bellezas de
Encarnación, la cual esperaba a su prometido con la natural impaciencia de
mujer sabedora de los inconvenientes que sus amores presentaban, pues sus
futuros suegros no cedían en la ruda oposición, pero Juan Miró, no obstante ser
de bondadoso carácter, supo mantenerse firme en su propósito de contraer
matrimonio con la mujer que desde el primer instante en que la conoció, supo
enamorarle.
Y llegó el día venturoso de la boda.
Gran día de fiesta en la
famosa Posada de Pizana.
El ancho patio estaba limpio y rociado.
En la cocina
se trajina sin descanso.
Unidos ante Dios y ante los hombres la enamorada
pareja en la parroquia del Salvador, salieron todos, recién casados y padrinos,
invitados y curiosos, hacia la Posada de Pisana, en cuyo comedor se celebró el
convite de rigor.
Luisa puso todo el amor que sentía por aquella hija que se le
marchaba, en dar a la ceremonia de la boda y al banquete el mayor realce.
Y en
Orihuela fue motivo de comento por algún tiempo la suntuosa boda de Encarnación
Ferrer con Juan Miró, enamorado matrimonio del cual, al correr un poco el
tiempo, tenía que nacer un niño, que al crecer y hacerse hombre, se convertiría
en admirable prosista y gran maestro de las letras españolas.
FUENTES:
JOSÉ MARÍA BALLESTEROS
GABRIEL MIRÓ
JOSÉ MARÍA BALLESTEROS
GABRIEL MIRÓ
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