Álbum musical destacado por la página web oficial de la Universidad Nacional de Educación Pública Estatal Española (UNED). Apartado dedicado a MIGUEL HERNÁNDEZ, "Poemas musicalizados y discografía". Incluído también en la obra literaria del escritor y colaborador de Radio Nacional de España Fernando González Lucini, "MIGUEL HERNÁNDEZ ...Y su palabra se hizo música".

lunes, 27 de octubre de 2025

El Último Hechizo en el Bajo Segura: La Armengola de Orihuela contra la Encantá de Rojales

En la vega donde los canales dibujan hilos de plata sobre la tierra, la noche se cerraba como un velo que solo la bruma del río sabía levantar. Decían los mayores que, cuando la luna se afinaba, la orilla respiraba dos nombres: la Encantá de Rojales, criatura del agua y de los reflejos, y la Armengola, mujer que llevaba en las manos la historia del pueblo de Orihuela. Aquella primavera la tierra estaba sedienta; las acequias susurraban polvo y las huertas tensaban las raíces como si pidieran justicia. La Encantá, antigua y herida por olvidos que nadie ya nombraba, respondió con su venganza: volteó cauces en noches sin luna, fabricó espejos en los caminos y dobló las voces de quienes volvían del molino, hasta que los niños regresaban sin recordar el sendero. El miedo prendió en los tejados y los ancianos recordaron pactos rotos con el río.

La descendiente directa de la Armengola de Orihuela había llegado a Rojales días antes de que todo empeorara; no por azar, sino porque la familia la había llamado para quedarse en casa de unos parientes y cuidar de la abuela que ya no recordaba los nombres de las fuentes. Había llegado con cajas de juncos y mantones, con las manos aún de ciudad pero la sangre atada a costumbres antiguas, dispuesta a aprender lo que hacía falta para sostener la casa y la memoria. Al ver la sequía y el desasosiego, no tardó en entrar en la rueda de las mujeres que colgaban luceros en las orillas.

La Armengola no era hechicera por nacimiento sino memoria con piel; enseñó a la muchacha a hacer lo que siempre habían hecho cuando el agua cambiaba de humor: colgar luceros. No luceros cualquiera, sino faroles de vidrio y latón en cuya llama se guardaban nombres; encendieron cada uno pronunciando en voz baja el nombre de una fuente, de un pozo, de una mano que había abierto una acequia. Era un conjuro sencillo: luz que no solo ilumina sino que ata el recuerdo al cauce para que el agua no pueda ya borrarlo.

La Encantá vino arremolinada en niebla y se presentó con el don más peligroso que posee: el reflejo que miente. Forjó frente a la Armengola una figura líquida idéntica, con sus gestos y su cansancio, y le ofreció un trato cruel para devolver la lluvia: una vida joven por el oficio de guiar las manos de la gente. La joven, heredera de la Armengola, fingió ceder; dejó que la sombra celebrara el aparente triunfo, mientras las mujeres del pueblo encendían en cadena una secuencia de luceros, un parpadeo antiguo que seguía el ritmo de riego aprendido de madres a hijas.

La Encantá lanzó su canto—una madeja de notas que volvía los pasos, confundía los nombres y alzaba espejos que tragaban el camino—y con cada onda pretendió desvanecer la luz. Pero los luceros no combatían la niebla con fuerza: combatían con memoria. Cada parpadeo pronunciado, cada nombre dicho en voz alta, atravesaba el reflejo y le devolvía a la Encantá un rincón de su propia historia: la canción con que los segadores llamaban al agua, el nombre de la fuente donde nació un arroyo, la ofrenda de pan que antaño se dejaba en la orilla. Al sentir esos nombres, el poder de la Encantá vaciló porque su hechizo se sustentaba en el olvido humano.

Furiosa, la Encantá alzó un torbellino de agua y vidrio que quebró la noche en miles de espejos; el aire tembló y la bruma quiso tragarse la luz. La joven, con el lucero grande colgado al cuello y la voz de todo el pueblo en los labios, caminó hacia el epicentro como quien va a cumplirse un deber sagrado. Cantó el mantel de nombres que las mujeres habían tejido en la orilla, uno tras otro, sin vacilar. La luz del lucero respondió como un latido y cruzó el espejo líquido hasta tocar la verdad que la Encantá había escondido. El reflejo dejó de mentir porque la memoria que llevaba la heredera lo nombró entero; los hechizos se deshilacharon, los caminos recobraron su trazado y los niños, guiados por los destellos, volvieron a reconocer sus casas.

La Encantá no fue destruida, porque ninguna buena vieja leyenda permite la aniquilación de lo que pertenece al paisaje; se recogió entre los juncos y quedó más definida, menos furiosa, como quien recupera un rostro después de años de borrosidad. Los canales volvieron a su lecho con un murmullo de alivio y las huertas bebieron en orden. La joven regresó a la casa de los parientes con su lucero aún encendido y la abuela mejorada en la memoria, y aquella noche cada ventana colgó uno para que nadie volviera a olvidar los nombres y las obligaciones.

Desde entonces, cuando la bruma se aproxima y la luna vuelve a finarse, la gente de Rojales cuenta la noche en que la humana ganó porque supo convertir la luz en memoria y la memoria en arma de paz. La Encantá quedó como guardiana nombrada y la Armengola como la mujer cuya descendiente, llegada a quedarse en casa de parientes, sostuvo a la comunidad con luceros y palabras, y enseñó que la victoria más cierta es la que restaura los pactos que sostienen la vida.


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