La primera vez que la vi aparecer, algo en ella me detuvo. No fue solo que su rostro me resultara vagamente familiar, sino la sombra que habitaba en sus ojos: un pesar profundo, como si cargara con más de lo que podía sostener. La habían traído como invitada a una de nuestras reuniones para "negacionistas", esas veladas donde nos permitíamos una risa amable de quienes aún creían en el cuento oficial, en la farsa que nos habían vendido.
Era una mujer mayor, vestida de negro, con la piel pálida y el gesto ausente. Había perdido a su marido hacía apenas unos días. Ambos habían estado ingresados en estado crítico, víctimas del supuesto virus. Ella sobrevivió. Él no.
Cuando me vio, su expresión cambió. Se iluminó, como si por un instante el dolor cediera paso al reconocimiento. Había sido clienta en mi antiguo trabajo, Bricoriol, y me saludó con una calidez inesperada. Se detuvo a hablar conmigo, con la mascarilla aún puesta, mientras nosotros, por supuesto, no llevábamos ninguna.
Nos contó su historia en primera persona. Su voz temblaba, pero no por debilidad, sino por la intensidad de lo vivido. Todos la escuchamos en silencio.
Luego, la noche siguió su curso. Nos pusimos manos a la obra, compartiendo los platos que cada uno había traído, o el que alguien había preparado para todos. No diré nombres.
Ella seguía aferrada a su mascarilla, presa del miedo. No quería quitársela. Pero al ver que ninguno de nosotros la llevaba, y al escuchar nuestras palabras, nuestras bromas, nuestras razones, poco a poco fue cediendo. Se la quitó. Y en su mirada se leía el vértigo de quien se asoma al abismo de lo desconocido. Temía que, sin esa tela que le daba una falsa sensación de seguridad, su suerte volviera a torcerse, que acabara otra vez en el hospital.
Pero las horas pasaron. Y ella empezó a adaptarse. Observó cómo nos relacionábamos, cómo nos dábamos la mano, cómo nos abrazábamos, cómo nos saludábamos con los dos besos de siempre. Nadie enfermaba. Nadie sufría. Lo que vio fue amor, camaradería, amistad. Y entendió que eso, más que cualquier medida impuesta, era la verdadera barrera contra el miedo.
Al final de la noche, su rostro había cambiado. Su ánimo también. Se animó a compartir sus vivencias con el grupo. Y cuando la velada terminó, estoy convencido de que nunca volvió a ponerse ese trapo que le sellaba la boca.
Desde entonces, cada vez que me la he vuelto a encontrar, es otra persona. Sin miedo. Sin rencor. Solo amor.
Te cuento esto para que juzgues por ti mismo. Para que decidas si realmente éramos peligrosos, como decía la televisión, en ese acoso sistemático contra quienes solo querían ejercer su derecho a pensar por sí mismos, a no ser manipulados ni engañados.
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