Sabemos por los textos y documentos que el cronista de
Orihuela Mosén Pedro Bellot nos dejó en sus trabajos, que durante estos años en
los que la ciudad pertenecía a la Corona de Aragón, y los castellanos eran
nuestros más terribles enemigos, hubo muchas calamidades, guerras e
intromisiones con ataques que casi siempre acababan con violaciones, muertes y
campos o casas quemados.
Una costumbre oriolana de esta sombría época era cuando se
producía un hecho importante, o alguna visita de gran renombre, era mandar que
se colocaran velas y rondas en las cuatro puertas de la ciudad que debían permanecer
cerradas.
Se ordenaba también a los ciudadanos que se empadronaran por
parroquias.
El pregón se escuchaba por las calles de la ciudad avisando
de que nadie podría hacer uso propio de las cosechas pues había que pagar un
tributo para colaborar en la defensa de Orihuela. Aquellos que se atrevían a no
obedecer las órdenes, eran castigados con lo que ellos llamaban la “Pena de
Azotes”.
Los soldados de a pie eran organizados en grupos de doce
personas bajo las disposiciones de un superior en cada grupo que recibía el
título de cabo. Debían salir corriendo hacia la defensa de la torre que se les
había encomendado al toque de aviso de las trompetas.
Todas las casas debían permanecer con sus ventanas y puertas
cerradas, aseguradas y que se presentasen los hombres de toda la villa con una
azada y un capazo para colaborar (por lo menos uno por casa).
Los jurados mandaban subir mucha piedra a lo alto de las torres y muros.
Los jurados mandaban subir mucha piedra a lo alto de las torres y muros.
Paulo Gil y Jaime Bonecontre se encargaban de llevar una carga
de fusta para viratones cada día.
En los muñidores se apostaban dos hombres en cada torre. Y
otros dos hombres hacían la ronda a caballo durante doce horas hasta que eran
sustituidos por otros dos que vigilaban el resto del día.
Los jurados mandaban realizar una estacada o empalizada en
el postigo de la plaza mayor y que se adobara la torre horadada para que
ayudase a defender a los hombres de a pie o de caballo que tuvieran que salir
fuera de los muros protectores.
Las acequias eran cerradas para que los molinos trabajasen a
pleno rendimiento. Se pedían las muelas manuales de nuestros vecinos de
Guardamar a los que se les debía pagar religiosamente.
Los jurados mandaban subir mucha piedra a lo alto de las
torres y muros.
Se consignaba a los ciudadanos a que trajeran todo el fruto de
su cosecha al interior de la villa, principalmente el trigo que es lo que
básicamente servía de alimento. Y para ello se establecía un plazo máximo de cuatro días.
La obligación del empadronamiento era una forma de controlar
el número de habitantes y todos sus bienes, pues debían estar detallados en el
libro del padrón.
Si el ataque era inminente, se mandaba a Francés Mirón y
Bartolomé Villafranca que hicieran un reconocimiento del estado de la muralla y
las escalas. Ante cualquier imprevisto o irregularidad se realizaba la
pertinente reparación.
Se hacía por ordenamiento un recogimiento de recursos entre
los que estaban la madera, el hierro, el cáñamo y el alquitrán, todo aquello
que fuera útil en caso de tener que defender la villa.
Sobre la peña, se mandaba colocar grupos de hombres, en
total quince decenas en aquellos lugares determinados que fueran de importancia
y en el Oriolet subían otros diez hombres para vigilar aquella otra parte.
Las órdenes eran claras, no estaban permitidas, entre estos
hombres, las reyertas ni físicas ni verbales bajo pena de arresto durante
sesenta días de cárcel. Todos debían permanecer alerta y atentos a lo que
pudiese acontecer.
Todas las casas o viviendas que estaban en la parte de fuera
pegadas a la muralla eran derribadas para que los enemigos no se subieran sobre
ellas y alcanzasen con facilidad una brecha o un camino fácil donde pasar al interior
de la ciudad.
Así es como debíamos ponérselo difícil a aquellos que
considerábamos nuestros enemigos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario