Roqueta era una mujer alta, casada con el amor de su vida
pero no había querido el destino concederle ningún descendiente.
Vivían en el interior de una cueva.
Su marido era de profesión pescador. Todas las noches salía
a pescar con su pequeña embarcación.
Ya por la mañana, él regresaba con las manos llenas y ella
se marchaba al pueblo que estaba formado por unas pocas barracas a vender la
mercancía.
Acudían al mercado unos hombres de La
Vega Baja que con sus carros cargaban el género
que la Roqueta
les traía
Roqueta tenía un don y este era que cantaba como los ángeles
en las noches de luna clara tan bien conocidas por los torrevejenses. Todos los
que la escuchaban de lejos creían estar escuchando a las sirenas pero entonces
su marido les advertía que no eran voces de imaginario sino la dulce voz de su
esposa.
A Roqueta le gustaba encender su candil para que sirviera de
guía a los pescadores ya que en la noche les valía de faro.
Un día, la desgracia pareció apoderarse de esta región pues
el marido de Roqueta no volvió de su incursión por el mar. Resulta que arreció
el levante y las aguas del mar se lo tragaron. Y desde aquel día Roqueta cambió
su cántico por los llantos a la luz de la luna. Con la esperanza aferrada en su
corazón de que el mar le devolviera algún día a su amado esposo.
Y una noche, ya no la escucharon más. Desde aquel día,
Roqueta despareció de los ojos de sus vecinos. Nadie sabía donde estaba.
Pasado un tiempo, regresó un pescador de la faena nocturna
con un objeto en las redes. Era el candil de La Roqueta. Que seguramente se
había internado en el mar con la esperanza de volver a juntarse con su amado.
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