1958 |
DIcho documento fue publicado en la revista pro nuevo paso de
La
sintomatología heterodoxa de La
Diablesa es demasiado evidente como para escapar aún hoy de
nuestra curiosidad sin que intentemos indagar en las causas que motivaron la
génesis creativa de este conjunto escultórico y en su sentido: en el
significado oculto que se esconde tras la apariencia). Con sólo contemplar la
inquietante figura de ese ser manifiestamente andrógino (parte hombre, parte
mujer; entre humano y animal; terrenal e infernal a la vez) surge una
expectación que pone en duda o, al menos, permite sospechar que su autor,
Nicolás de Bussy (1650 - 1706), en torno a 1694 - 1695 pretendió esbozar algo
más; quizás entre guiños y pistas dejó traslucir una secuela de su ilustración
filosófica (y teológica) para que los iniciados en su ciencia artística y en su
corriente de pensamiento valoraran la valentía de un atrevimiento tal como el
de someter las formas cristianas a otra retórica, como alegoría de unas
creencias profanas.
Pero es difícil Contentar a todos: a los creyentes en Dios
Padre y su Hijo Jesucristo y a los crédulos en las leyes de la naturaleza a
través de la alquimia. Mas la sabiduría popular fue intuitiva: a los piadosos
labradores de la Orihuela
del XVII y a sus rectores eclesiásticos no les convencieron las formas
externas, aunque ignoraron las funciones alegóricas soterradas de un complejo
quizás herético. Por ello nunca se permitió la entrada de La Diablesa -ni se permite
hoy- al recinto sagrado de la iglesia. (De haber captado el sentido profundo o
el tras-fondo de las figuras esculpidas -de ser acertada la hipótesis que
refundimos- quizás se hubiera anatematizado sin paliativos).
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La
explicación sencilla desde la ortodoxia cristiana de La Cruz de labradores obedece
al "triunfo de la Cruz
sobre el Mundo, Muerte, Demonio y Carne", según reza el cartel que
identifica este "paso" de nuestra Semana Mayor en el Museo Oriolano
de Semana Santa (sito en la antigua iglesia de la Merced )[i]. Apréciese
cómo a los tradicionales (ortodoxos) enemigos del alma -Mundo, Demonio y Carne-
se les suma la Muerte ;
la fusión en maldita simbiosis de carne y demonio en una Diablesa (tan
gesticulante, lasciva e intencionadamente ambigua con cara de fraile y chivo al
unísono, tonsurado y cornudo a la vez, atormentado y libidinoso en suma), como
explicación habitual y la incorporación a idéntico nivel de expresión del
esqueleto (la Muerte )
-lo que secularmente debía haber sido la propia carne- nos sorprende y nos
sobrecoge. (En el Auto Sacramental de Miguel Hernández el Demonio toma
apariencia de chivo -macho- y la
Carne de mujer provocativa). Todo ello nos invita a recoger
otra formulación explicativa de sus componentes y sus relaciones (en la línea
de T. y M. Martínez Blasco, cuya hipótesis interpretativa adaptamos) que haga
transparente la gran expresividad que se focaliza en la figura emblemática de la Diablesa.
Es
posible que hubieran sido tan sólo las señas de identidad sexual, masculinas y
femeninas, de la Diablesa
o la propia aparición de este atormentado Lucifer las que impidieran su entrada
en los templos católicos...: otras victorias sobre dragones y monstruos de los
infiernos, empero, hay hermosamente retratadas en cuadros en el propio Museo
Catedralicio de Orihuela (como el magnífico San Miguel de Pablo de
San Leocadio[ii], de hacia
1480), y concreciones de Vírgenes mártires que exhiben -eso sí, pulcramente-
sus senos.
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N.
de Bussy había nacido en Estrasburgo, sobre 1650. Ésta ciudad de origen
germánico (en la actual Francia) se hallaba próxima a la cuna donde bullían ideas
heréticas lejanas a Roma e inmersa a la vez en una tradición medieval de hondas
raíces profanas emanadas de la intenci6n de encontrar solución a los males de
la existencia mundana del hombre: con la alquimia se desarrolla el arte
quimérico y químico que procura la búsqueda de la Piedra Filosofal
(la que convertirá artificialmente en oro todos los metales) y del Elixir de la
eterna juventud, esto es, domeñar el tiempo y conseguir riquezas para disfrutar
de la vida. Además de esta faceta de laboratorio hubo una rama dentro de los
adeptos a estas ideas y pesquisas (es decir de que la felicidad eterna era
terrenal y el sentido de la vida del hombre consistía en investigar y sufrir
hasta alcanzar el éxito de su descubrimiento y gozar eternamente): esta facción
de "alquimistas místicos", al ser especialmente del oficio de la
cantería y de la albañilería (albañil en francés es “maçon”) recibirá el nombre
de lo que poco después se conocerá en Francia como una secta, la francmasonería
(palabra procedente de la deformaci6n de la voz inglesa 'freeston mason'
-tallista de piedra calcárea para esculpir- luego “fremason" y en Francia
'francmaçon'). La majestuosa catedral de Estrasburgo contiene numerosas manifestaciones
de esta tradición con vírgenes locas y elogios magnificados de ciertas
prácticas y motivos alquimistas.
En
realidad los francmasones de la rama mística como N. de Bussy fueron
seguramente unos idealistas de la perfecci6n que anhelaban en la tierra, en el
mundo de los vivos más que en el de los muertos. (Frente a la concepción
mitológica clásica -pagana- del Elíseo o del cielo cristiano, ya para los
muertos ya para el alama respectivamente). A los alquimistas la purificación de
la materia (lo que para los cristianos sería la purificación del cuerpo) les
conduce a la búsqueda de la pureza inmaculada del más noble material, el oro (o
la piedra filosofal que todo lo convertiría en oro; algo así como aquel
frondoso jardín de las Hespérides que cosechaba manzanas de oro); esa
perfección material equivalía en los alquimistas místicos a la liberaci6n del
alma, 'el volar tan alto hasta dar a la caza alcance tras un ardoroso lance' de
sufrimiento, sacrificio y marginación en una sociedad que poco necesitaba para
anatematizar y tachar a algunos de antipapistas o luteranos.
Pensó
el científico de la época -y el artista- que el hombre podía ser el creador de
la felicidad, el dueño y señor de la vida sin tener que esperar o confiar en el
más allá; creó una necesidad -la inmortalidad- y confió en poder saborearla en
el mundo de los sentidos. En una sociedad de rígidas normas y de severas
persecuciones religiosas resultaba una osadía hacer partícipes a los demás de
los pensamientos propios, en especial si se apartaban -aunque un ápice- de lo
Católico, apostólico y Romano. (Se bautizó esta filosofía con el nombre de
'hermética' en homenaje a Hermes el dios pagano de las Ciencias).
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Con
La Diablesa
se rompen los moldes de la imaginería religiosa española; un aire de cierta
iconografía hermética se vislumbra debajo de la alegoría ortodoxa del triunfo
de la Cruz : y es
que ese lenguaje esotérico (resultado de la interrelación de medicina,
experimentaci6n química, moral, especulaciones filosóficas y ritos) supone en
sí solo una (manifestación de) creencia sino también una ascesis o una técnica
de salvación: el hombre que buscara la perfecci6n de lo material (a través de
la alquimia o del arte) moriría con su espíritu sosegado por haber colaborado
en el proceso que llevaría al género humano a conseguir el éxito de la Piedra Filosofal
y/o del Elixir de la eterna vida.
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Sobre una base de madera, a modo de humus o tierra fecundada
y fecundante, descansan dos figuras antropomórficas: un esqueleto, cuyo color
hueso -blanquecino- contrasta con el de la segunda figura, la diablesa, marrón
oscuro; ambos personajes -sentados- se entrelazan en posici6n frontal y actitud
ambiguamente libidinosa. El esqueleto reposa sobre un reloj mientras la
diablesa apoya su codo izquierdo en un libro abierto y tiene asida una manzana
en su mano derecha tras la cabeza; un enorme sexo animal y un rostro
espeluznante bestializan a este híbrido y enigmático ser que posee senos
femeninos, cuernos y alas. Del punto de conexión entre estados imágenes brota
un gran globo terráqueo abarcado por dos cintas/arcos de color oro; mar azul y
continentes cobrizos son rodeados, en su parte superior por unas nubes
plateadas y algodonosas que acogen un coro de angelitos en derredor: seis de
ellos, de cuerpo entero, exhiben instrumentos de la Pasión de Cristo mientras
ocho más sólo asoman con sus rostros. De las nubes, en perfecto equilibrio y
simetría, se yergue una cruz negra con velorios blancos (sin la efigie de
Cristo).
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