Hubo un tiempo en nuestro país a la que
algunos le ha dado por llamar como la época de la España Profunda ,
en la que los delitos de violencia de género eran castigadas de manera
completamente diferente a como lo hacemos hoy en día.
Era una época en la que el machismo era el pan
de cada día, en donde estaba bien visto que un hombre golpeara a su mujer o la
gritara.
Y no en vano, hace muy poco en la que los
mismos anuncios de la televisión mostraban a mujeres sumisas que obedecían a
ciegas todas las órdenes que sus maridos les daban, fueran injustas o no.
A esta época oscura de principios del siglo XX
pertenece un relato corto pero cargado de sentimiento que me contó una mujer de
79 años y que recordaba con cariño porque su abuela se lo había relatado cuando
aún vivía.
Una vecina de Orihuela que solía asistir con
frecuencia a los oficios religiosos de la localidad, salía por la puerta de la Iglesia cuando un grito la
sorprendió y la hizo palidecer.
Con los ojos entornados y con la mano sobre
las cejas a modo de protección para desviar los rayos de sol que le impedían
ver al que la gritaba pudo localizar a una figura que se abalanzaba sobre ella.
El filo de un cuchillo brilló bajo la luz
directa antes de empaparse de la sangre de la pobre desgraciada.
Una, y otra vez, el hombre repitió las
cuchilladas haciendo oídos sordos a los gritos de terror de los que le
rodeaban.
La mujer cayó al suelo mientras la puerta de la Iglesia se cerraba
pudiendo verse todavía la imagen de un Cristo afligido ante tal locura en la
cruz situada tras el altar.
La víctima de tan brutal agresión murió allí
mismo desangrada ante la atónita mirada del resto de feligreses que asustados
se habían impedido así mismos realizar cualquier acto en defensa de la atacada.
El hombre que aún conservaba una mueca de odio
en el rostro se puso a increpar al resto de los asistentes.
Las fuerzas de seguridad no tardaron en llegar
y pusieron al hombre bajo arresto.
A los pocos días salió en libertad. Se trataba
del marido de la víctima y la permisividad de la época en este tipo de cruentos
actos de violencia machista dejó al hombre con un simple “tirón de orejas”. Debía de acudir al párroco para que este le
impusiera una penitencia severa y ejemplar.
El hombre acudió de inmediato en busca del
sacerdote de la ciudad y tras una confesión que duró unos pocos minutos el cura
le impuso un castigo que debía cumplir durante un largo período ante los ojos
de los demás ciudadanos para purificar su alma.
Así que a partir del día siguiente a la
entrevista con el clérigo, se le vio por las calles de Orihuela ataviado con ropas
sencillas, una caperuza que le tapaba el rostro y unas cadenas con las que
tenía que hacer el ruido suficiente para poner sobre aviso a los caminantes de
que un pecador estaba a punto de pasar ante ellos.
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