En un ambiente siniestro en el Colegio Santo Domingo, donde
reinaba la frialdad y el silencio de los Estudios, el refectorio y el claustro.
Cuyas paredes eran atravesadas constantemente por la esencia
espiritual del Padre Fundador del Colegio en forma de fantasmal figura.
Oscurecidas y pesadas torres altas los cubrían con sus aciagas
sombras.
Y molestos sueños cargados de calumnia por las noches lo atormentaban.
En este ambiente, se educó Gabriel Miró, el niño enfermo que
permanecía casi siempre sus días en el piso de arriba destinado a enfermería,
para que le trataran aquellos ataques hipocondríacos de reuma que en su rodilla
izquierda padecía.
Era su amigo Bellver, un niño de familia acomodada de origen
mallorquín, de tallo alto y palidez descarada. Buenos modales, galán y siempre sonriente.
Tenía su amigo una hermana que rondaba la belleza perfecta,
o eso le parecía al pobre e indefenso Gabriel que sintióse atraído por ella
desde el primer momento en que sus cándidos y rosados labios acariciaron el rostro
del niño perdido entre sentimientos desconocidos.
Y así surgió, a través de inocentes conversaciones de niños
buenos, el tema de la observación del pecho de la cocinera de Bellver.
Aún con la imagen fresca de la hermosa niña, la hermana del
mallorquín, Gabriel se vio envuelto en una trama bien urdida por sus otros dos
compañeros.
Erizado de terror, se negó a participar en aquellos siniestros
juegos de carácter esotérico que al parecer Bellver le indujo.
Tan ensimismado estaba en ese asunto nuestro querido
escritor, que hasta uno de sus profesores, le llamó la atención por el despiste
que le produjo en una de sus clases, en la cual pálido y pensativo habíase
escondido sin querer sus piernas.
Gracioso es el pasaje que él mismo relata en una de sus
cortas novelas. (Niño y Grande es el título del pasaje).
¡Mis pies!, ¿Dónde están mis pies?
Así con esa frase el aludido se asustaba al comprobar que le
habían desaparecido los pies, mas no era este un prodigio precedido de
maldición alguna sino que se trató simplemente de un despiste en el cual, el
mismo alumno, habíase sentado sobre sus piernas mientras el resto de compañeros
de clase prorrumpían entre carcajadas y burlas.
Así, animado de una sensación de embotamiento y con grandes ganas
de venganza ante tal humillación, se decidió el muchacho a dejarse llevar por
los encantamientos que su amigo Bellver le tenía preparado, para que fuese capaz en la distancia de distinguir el pecho de la cocinera que permanecía
en Palma de Mallorca atareada en sus labores.
Habló Bellever con aquel sonido que semejaba serpiente
venenosa y dañina y le propuso el juego.
SI quieres verla,
tendrás que entregar tu alma al diablo. Será así entonces, cuando se aparezca
tomando la forma de ella y mostrándote toda su desnudez.
Certificando su amigo la fuerza del pacto y que no tendría
efectos colaterales maliciosos, aceptó el niño las enseñanzas del pacto
satánico.
El acto comenzó no sin perder un ápice de inquietud y
surcando por su frente los chorros de su propio sudor frío.
La ceremonia se inició con unas palabras que le recordaban a
las de sus habituales oraciones.
Y fue a acostarse con la dicha o desdicha de la supuesta aparición
que le acontecería a lo largo de las largas horas de la noche oscura en la morada
de los internados.
Sin cenar y atormentado por el acoso de la culpabilidad,
esperaba el niño la realización del prodigio con la única iluminación que
otorgaba una pequeña lámpara de aceite que descansaba sobre la mesita.
La puerta del cuarto hizo crujir su cerraja y
atropelladamente, el muchacho se desnudó con presteza siguiendo el consejo de
Bellver.
Y tapado completamente hasta la cabeza esperó el resultado
final del maleficio.
Una voz sonó en la noche, que, al permanecer tan hipnotizado
de sus propias convicciones y autosugestionado por todo lo acontecido, creyó
que pertenecían al maligno.
Levantando un poco el tejido que lo cubría, pudo pasear la
vista por la habitación y se encontró ante a él a una figura que le resultó
familiar.
Uno de los hermanos, permanecía de pie y le hablaba con esa
voz trémula que al principio no había sido capaz de registrar.
-¡No se tape de esa
manera, señor Hernando, que puede darle un ahogo!
Y fue así como el demonio se apareció a Gabriel Miró, en la
forma de un pobre fraile que vino en las altas horas de la noche a increparle
que se había descuidado en sus deberes.
Como venganza de haberse visto envuelto en toda aquella trama, contó su secreto Miró a su compañero y amigo, de que su bella hermana había sido la que visitara aquella noche el refugio
amoroso de sus encantados deseos.
La furia de Bellver estalló y propinó un sonoro puñetazo a Miró en toda la cara por el cual sentó sus posaderas en el suelo.
La pelea fue a mayores y el escándalo se hizo patente en la
quietud de la noche.
Ante aquel griterío, acudieron los hermanos a separar a los
dos que breves minutos antes eran amigos pero que ahora se repartían mamporros.
Y fue castigado Gabriel Miró a purgar sus pecados bajo el
cariñoso apelativo de “El Endemoniado”.
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