Era el 10 de septiembre.
Fue un día para no olvidar.
A eso de las 11:40 los suelos que pisábamos empezaron a sacudirse
con un temblor que iba de norte a sur.
Durante los 12 segundos que aquello duró el pánico cundió
entre todos los vecinos de la ciudad de Orihuela.
La gente salía despavorida por las calles.
Aún no nos habíamos repuesto del susto cuando entre 10 y 15
minutos después volvieron de nuevo las sacudidas.
Entonces el pánico estalló como hacía tiempo que no se
recordaba.
A las cabezas de casi todos nos vino el mal recuerdo de
aquel día del año de 1829 que fue tan catastrófico y traumático.
Pero este día estábamos viviendo otra vez el infierno.
Los comercios se cerraron. Los talleres siguieron su
ejemplo.
La gente acudía como moscas en busca de refugio en plazas y
paseos.
Nunca antes habían estado tan concurridos.
Algunas familias cogieron con prisa algunas de sus pertenencias
y abandonaron la ciudad todo lo rápido que pudieron.
A los que les pilló comiendo algo, el alimento les sentó mal
y pronto los “auguretas” de turno hicieron su agosto con calamitosas profecías
que hablaban de desdichas semejantes a las vividas en el terremoto de 1829.
Así que entre este ambiente desconsolador todo el mundo esperaba
un nuevo temblor que hizo acto de aparición a las 3 en punto y esta vez fue
mucho más violento.
Las mujeres se pusieron a cantar canciones religiosas y
acudieron en tromba al centro de la ciudad pidiendo entre llantos que se sacara
a la patrona para que las protegiera.
La nota del pregonero no se hizo esperar y eso parece que
calmó un poco los ánimos.
No se veía una rogativa religiosa tan concurrida así desde
hacía mucho tiempo.
Entonces apareció en los cielos.
Se oyó con claridad el zumbar de un motor de un aeroplano
que cruzó en esos instantes por los cielos de Orihuela.
Todos temieron por el acto pues al principio lo habían
confundido con un nuevo tronar de la tierra.
La gente se topaba unos contra otros y algunos huyeron
despavoridos.
Al caer la noche, se prepararon tiendas de campaña,
barracones y carruajes que albergaron a cientos de individuos.
Otros, se dispusieron a aguardar a la intemperie.
Pocos fueron los que se atrevieron a volver a sus casas por
miedo a que ocurriera lo peor.
Pues a la una de la madrugada el fenómeno volvió a
repetirse.
Así amaneció un nuevo día triste, apagado, con los ánimos decaídos
y con la gente somnolienta por no haber pegado ojo.
Se repitieron las oscilaciones pero esta vez ya con menor
intensidad.
Y empezaron a llegar las primeras noticias de los pueblos de
alrededor.
Gracias a Dios, no había habido que lamentar ninguna desgracia
personal.
Pero los daños materiales fueron cuantiosos, sobre todo en el
campo de Torremendo donde más de sesenta viviendas se habían desplomado.
Por las Dayas y Benijófar se había agrietado la tierra y de
ella habían manado densos vapores y gran cantidad de agua.
Se hizo un recuento de todos los daños producidos y se
publicó en la prensa.
La segunda noche la pasamos aún en vela pero los ánimos
empezaron a calmarse.
Benejúzar vio cómo su torre se hundió ante la atónita mirada
de sus habitantes.
Rojales perdió muchas casas y a su iglesia.
Almoradí sufrió daños en algunas casas y en las torres de la
iglesia. Incluso el ayuntamiento amenazaba con covertirse en ruinas.
Dolores vio cómo su juzgado quedaba inhabitable.
En definitiva, Elche y el caserío de Torremendo fueron los
más afectados.
Y resulta que la cosa se alargó durante dos meses con réplicas de menor intensidad.
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