En fechas ya de inicio del siglo XVIII, entró en el Concejo de
Orihuela el asesor del gobernador diciendo que uno de los guardas de la Torre que
vigilaba la ribera había avistado por aquellos parajes a dos embarcaciones
extranjeras que se encontraban escudriñando nuestras costas con el fin de hacer
un desembarco.
Todos los que estaban en la sala quedaron atónitos con esta
noticia.
Todos con el semblante serio y marcado por la preocupación: el asesor,
el teniente de gobernador, el Marqués de Rafal, Don Luis de Togores, varios
capitanes, algunos reverendos canónigos, los guardianes de los conventos, frailes,
oficiales y soldados. Todos tenían la cara desencajada.
Algunos pusieron sobre la mesa la teoría de que estos
bárbaros procedían de Austria, que habrían desembarcado ya y se dirigían a todo
correr hacia la ciudad para saquearla y degollar a sus habitantes.
Sin embargo, otros creían que las escuadras venían de
Inglaterra y Holanda, que habían atacado Guardamar y que después de reducir a la
heroica Villa, remontarían el curso del
río Segura y se presentarían en breve ante nuestros muros.
Unos querían defender la ciudad desde dentro, parapetados
por sus gruesas murallas.
Los otros, querían marchar cuanto antes en busca del enemigo
para hacerle frente y pillarlo desprevenido.
Pero una vez más, un hombre noble, un caballero, el Señor de
Jacarilla, se ofreció a salvar a la ciudad en aquellos angustiosos momentos,
diciendo estas palabras:
No hacen falta armas
ni soldados -decía el de Togores procurando calmar los ánimos. Déseme pólvora y balas, solo eso necesito
para confundir a los enemigos de la patria y del rey.
Todo el mundo quedó maravillado por aquella atrevida propuesta
de don Luis. Grande era ya la fama de su genio militar, sus habilidades y méritos,
su arrojo temerario.
El Señor de Jacarilla quiso que le acompañaran unos pocos.
El Concejo puso a su disposición doscientas libras de
pólvora, nueve arrobas de balas y cuarenta y ocho docenas de piedras de
escopeta, y con ese material salieron el 4 de noviembre camino de la costa.
En Bigastro y Jacarilla, tomo Don Luis, veintitrés hombres
armados; al llegar a La Asomada, nuestro ejército se componía de 40 valientes
campesinos dispuestos a servir al rey y al de Togores hasta perder la vida, muy
cerquita de su casa a la que llamaban la Cantarera, un edificio de labranza
edificada en lo alto de un empinado que le daba aspecto de castillo
inexpugnable.
Tomando posiciones para la campaña, mandó el de Jacarilla a trece
de sus bravos seguidores, que reunieran a los demás repartidos por aquellos
contornos y que tomaran noticias sobre el paradero de sus enemigos.
No habían desembarcado aún.
A la madrugada siguiente, se dividieron en dos grupos de treinta
hombres y se distribuyeron por la costa.
Siguiendo las órdenes de D. Luis se fueron escondiendo entre
los pinos y matorrales con el fin de que los navíos no se percataran de su
presencia.
Se rumoreaba que en aquellos barcos había más de dos mil
enemigos partidarios del archiduque gobernados por expertos generales y con
muchas piezas de artillería.
Parecía una empresa imposible que aquel acto heroico y
cargado de patriotismo llegase a buen puerto.
Sin embargo, la pericia del Señor de Jacarilla, sus
conocimientos militares y su ardoroso celo consiguieron en aquella ocasión un
triunfo increíble que nos cubrió a todos de gloria.
Orihuela se libró de los horrores de un saqueo que parecía
inevitable.
Orihuela, se libró de llorar a cientos de compatriotas que
habrían muerto.
Apenas divisaron el mar vieron frente a Cabo Cervera un
poderoso barco que se aproximaba lentamente a la costa.
Más abajo, cerca de
la Torre Vieja, había otro bajel que parecía una fragata.
Escondidos entre la maleza vieron como echaban una barca al
mar ocupada por varios hombres.
Movida vigorosamente por los remos, llegó hasta la orilla, muy
cerca de donde se escondían los oriolanos.
Los oriolanos permanecieron quietos y silenciosos, esperando
la señal de don Luis.
Nada más llegar a tierra la barca, puso sus pies en la arena
un individuo enemigo.
Estaba bien armado y movía la cabeza hacia todas partes intentado
divisar algún tipo de ceño.
Dijo algunas palabras al resto de los que quedaban en la barca.
Permanecieron en silencio los oriolanos.
Por fin, llegó el momento de la señal y como balas salieron disparados
a la caza de aquel hombre que sorprendido ante tal amenaza se puso a dar la voz
de alarma al resto de sus compañeros.
Fue demasiado tarde para él.
Fue rodeado y reducido.
Seguramente, los compañeros de este, habrían escuchado sus
voces, pero como a la vista de la embarcación no estaban, fueron los oriolanos
en busca de su refugio para permanecer más tiempo disimulados entre la vegetación.
Desanimados los enemigos, esperaron un lapso corto de tiempo
a su compañero, luego, alzaron los remos y regresaron al navío.
Al poco rato, volvió la embarcación con más hombres y
gracias al ingenio del de Togores cogieron preso a otro hombre sin derramar ni
una gota de sangre.
Los enemigos, despachados, se marcharon dejando a aquellos
dos a su suerte.
No tuvieron el valor necesario para venir a rescatar a sus
compañeros.
Echaron las velas al viento y desaparecieron con rumbo a
Alicante.
FUENTE:
Rufino Gea LOS ORIOLANOS DE ANTAÑO
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