Álbum musical destacado por la página web oficial de la Universidad Nacional de Educación Pública Estatal Española (UNED). Apartado dedicado a MIGUEL HERNÁNDEZ, "Poemas musicalizados y discografía". Incluído también en la obra literaria del escritor y colaborador de Radio Nacional de España Fernando González Lucini, "MIGUEL HERNÁNDEZ ...Y su palabra se hizo música".

viernes, 2 de febrero de 2018

Adolfo Clavarana y el Milagro de Rojales


Engracia Feliu, hija de la «niña perdida» de Rojales de 1896, es la testigo más próxima a los extraños sucesos que vivió esa localidad alicantina a finales de siglo. Curiosamente, ella misma sería testigo de una aparición de la Virgen en 1936.


El siguiente suceso que voy a detallarles tiene varios protagonistas que no siendo de Orihuela dejaron una enorme huella en la prensa local de nuestra ciudad en 1896, testiga muda y única en el tiempo acicalada con la rúbrica del valiente Adolfo Clavarana.

Este no es un suceso desconocido para los ávidos buscadores del misterio que constantemente dirigen sus miradas por las distintas zonas que componen el territorio español.

Nombrado en casi todos los programas de radio y televisión del gremio como Milenio 3, Cuarto Milenio, El Último Peldaño, La Otra Dimensión, etc.

Este es el hecho milagroso extraído textualmente del libro LA ESPAÑA EXTRAÑA de los afamados autores JAVIER SIERRA (Uno de los escritores españoles de mayor éxito en la actualidad, ganador del último Premio Planeta) y JESÚS CALLEJO, amigos y colaboradores habituales.



Publicada en febrero de 1896 por el periódico local La Lectura Popular de Orihuela, menos de un mes después de la desaparición de Encarnación Hernández. Firma: Adolfo Clavarana.



Rojales (Alicante) Sábado, 18 de enero de 1896

Cayetano Hernández, más conocido como Tano «el herrero», y su esposa Engracia reciben visita en su casa. Se trata de unos parientes cercanos que han decidido acercarse al domicilio de la familia Hernández para merendar y matar así el hastío de las tardes de invierno. Entre los adultos que se han dado cita allí juguetea la pequeña Encarnación, una niña de apenas tres años que, fascinada por la visita de sus parientes, acude a despedirles a la puerta de su casa, en la calle del Pozo (hoy Héroes de África). Inesperada e inadvertidamente, la menor marcha tras ellos sin que nadie se percate de su decisión.

Poco tiempo más tarde, Engracia, la madre, se da cuenta de la ausencia de la pequeña. La llama por toda la casa y, tras confirmar que no se encuentra tampoco con los familiares que acaban de visitarla, da la voz de alarma creyendo que la pequeña ha salido del domicilio familiar sola y sin abrigo.

La preocupación es lógica. Encarnación no conoce el pueblo; puede haberse desorientado exponiéndose a las alimañas y a las bajas temperaturas. Las cuadrillas de voluntarios rastrean los montes cercanos a Rojales hasta que, bien entrada la noche, deciden suspender la búsqueda y reiniciarla con los primeros rayos de sol del día siguiente.

No hay nada que hacer.

Entrado el nuevo día, se repiten las rondas por los mismos lugares que fueron «peinados» la tarde anterior. Barrancos, cañadas y hasta las orillas del río Segura son examinados con cada vez menos esperanzas de encontrar a la niña con vida. Pero la providencia es caprichosa. Finalmente, cuando casi todo indicaba que se produciría un desenlace fatal, Encarnación aparece en el fondo del llamado barranco del Búho. Inexplicablemente ilesa, caliente —las temperaturas nocturnas bajaron de cero grados durante la madrugada— y en perfectas condiciones anímicas.

¿Qué había sucedido? ¿Dónde estuvo Encarnación protegida de las inclemencias del tiempo?

—Nuestra madre nos contó muchas veces aquella historia —comienza a relatarnos Engracia Feliu Hernández, segunda hija de la niña desaparecida, de setenta y tres años cuando la entrevistamos en 1997, y la persona de Rojales que más de cerca conoce la historia.

A esta Engracia de «segunda generación» la localizamos muy cerca de la parroquia de San Pedro Apóstol. La sentamos a una mesa camilla donde, con los ojos encendidos por la emoción de sus recuerdos, accedió a responder a todas nuestras preguntas.

—¿Y qué le contó exactamente su madre de lo que le ocurrió? —la abordamos.

—Pues que ella, de muy chiquita, subió sola hasta el monte de la Atalaya y que, al hacérsele de noche, se refugió bajo un enrejado y se quedó dormida... Claro — continúa explicándonos doña Engracia—, la niña podía haber sido atacada por zorros u otros animales del monte, pero allí se quedó quietecica. Al amanecer, sin embargo, no estaba en el monte. Se despertó mucho más abajo, en un barranco.

—¿Y las cuadrillas no la buscaron allí?

—Toda la tarde. Pero es que ella no bajó el barranco. La debió recoger alguien y la descendió hasta allí. Nada más hay que ver que con tres años, con tantas piedras y tantos obstáculos, la niña apareció sin un rasguño. De hecho, cuando la encontraron, se levantó y dijo que no había pasado miedo.

—¿Y qué contaba? —preguntamos cada vez más intrigados.

—Que había estado con una mujer que la tapó toda la noche con un delantal. Lo decía a media lengua, pues aún no hablaba bien. Y aquella mujer le dijo: «No tengas miedo, que mañana vendrán a por ti». Mi madre nos dijo también que había estado jugando con un chiquito, haciendo montoncitos de arena.

—¿Aparte de aquella mujer? —preguntamos atónitos.

—Eso es. Había un chiquito que hacía montoncicos de arena con ella —repitió doña Engracia—. Luego, la mujer la tapó con su delantal, que era el escapulario de la Virgen del Carmen, ¿saben ustedes?

Doña Engracia apenas pestañeaba mientras nos daba cuenta de la «aventura» de su ya difunta madre. Sus ojos conservaban aún la vivacidad del principio de nuestra charla, al tiempo que sus manos, sobre la mesa camilla de su salón, dibujaban ocasionalmente en el aire gestos de admiración. Para una buena cristiana como ella —argumento que no dejó de hacernos patente en todo momento—, ¿qué otra cosa pudo haber salvado a su madre sino la propia Virgen del Carmen y su escapulario?... Pero doña Engracia aún guardaba algún dato más para nuestra investigación.

—Ella no pasó hambre ni nada —nos precisa—. Y sobre las cinco de la tarde, unos primos suyos la encontraron en el barranco del Búho.

—Díganos una cosa: ¿su madre les contaba esto a ustedes como si lo recordara, o...?

—Lo recordaba bien. Miren ustedes: cuando la trajeron sus primos, la llevaron a casa de su tío José María, que vivía enfrente de mi abuela Engracia, que había dado a luz hacía poco. Al ver a su pequeña, le dio un «trastorno» y entonces, para que mi abuela no se alterara, se llevaron a mi madre a la iglesia.

—¿A esta iglesia? —decimos señalando a la parroquia de San Pedro Apóstol, a escasos cien metros de la casa de doña Engracia.

—Sí. Y allí le preguntaron: «¿Es ésta la señora que has visto?», y le enseñaban la Virgen del Rosario. Ella negaba. «¿Es ésta, la Dolorosa?» La chica volvía a decir que no, y finalmente señaló una figura. «¡Ésa!, ¡ésa es la que me tapaba con el delantal!» Y apuntó a la Virgen del Carmen.

Al parecer, tanto por lo que nos contó doña Engracia durante aquella larga conversación como por lo poco que se ha publicado de este hecho en la prensa local, la niña volvió a identificar a la Virgen del Carmen en la casa parroquial de Rojales, ante uno de los tres sacerdotes que tenía entonces el pueblo.

—¿Cómo pudo estar segura de que era la Virgen del Carmen? —le preguntamos.

—Porque le vio un delantal. Además, la imagen de esta Virgen que ahora hay en la iglesia la compró también mi madre.

—Años después de pasarle eso, sí. La imagen que a ella le sirvió para identificar a quien vio la quemaron en el 36.

El silencio inundó el salón por unos segundos.

Cuando al cabo de un buen rato abandonamos la vivienda de doña Engracia, un extraño desasosiego se apoderó de nosotros. Apenas hacía unas horas que habíamos entrevistado a la protagonista de un hecho similar, cerca de Motilla del Palancar, en la provincia de Cuenca. En aquella ocasión, los hechos habían tenido lugar la Nochevieja de 1943, y quien sufrió el episodio todavía vivía. Nuestra entrevista con la protagonista viva de este incidente nos puso los pelos de punta: su relato coincidía, casi punto por punto, con el incidente de Rojales. Era como si alguien —la inteligencia que se esconde tras este tipo de casos— lo hubiera dispuesto así por alguna oscura razón.



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