- Sí pare, tengo que echar al bujero el pobre animalico.
- Sí, pero ten cuidao, no te vayas a caé dentro.
Así es como la familia de Manuel
debatía sobre lo que tenían que hacer con “Palo”, el perro que
había convivido con ellos durante años y que jamás había tenido
un momento de debilidad en su continua fidelidad y cariño hacia los
integrantes de la familia de los Ortiz.
El chico era el número ocho de una
familia numerosa de once hermanos de raza gitana que vivían en San
Antón, uno de los barrios más antiguos y populares de Orihuela
gracias a sus fiestas llenas de esplendor que se ensalzaban durante
aquellos años.
La atracción principal de aquellas
fiestas era la rifa del marranico, que se celebraba como cada año y
que cientos de personas acudían a la entrada de la ermita para poder
echarle un ojo al cerdo que permanecía acostado y enrejado.
Otra de las cosas que solían tener
buena fama eran las bolas coloradas de san Antón, unos dulces
tradicionales caseros creados con las hábiles manos de los
pasteleros que acudían por allí aquellos días para vender su
mercancía.
El chico cogió al animal muerto entre
sus brazos y con gran malestar y tristeza al ver de cerca los ojos
cerrados del animalico se dirigió con dos de sus hermanos hacia el
lugar en donde tenía que realizar su tarea.
Subieron con cuidado, aunque sus pies
estaban más que acostumbrados a caminar por aquella sierra, de
rozarse con los matojos y hierbas que pululaban por todas partes, de
engancharse la ropa con las ramas de los árboles.
- Vamos al “Pozo de la Rosa” a echar dentro los restos del pobre “Palo”.
Los niños sabían lo que eso
significaba. El lugar hacia donde se dirigían siempre había tenido
fama, desde que ellos recordasen, de lugar lúgubre, oscuro y nido de
los desechos de los animales muertos. No en vano, alguno lo llamaba
“El Cementerio de Animales de San Antón”.
Realmente era un lugar que escondía
mucha más historia, mucho más de lo que aquellos pobres
desgraciados conocerían jamás.
Aquel agujero profundo de casi
cincuenta metros de altura tenía una anchura de dos metros. Y eran
los restos de lo que antaño se había conocido como la mina “La Colón”
de Orihuela.
Los chicos llegaron en un santiamén,
ya que el lugar no estaba muy alejado de sus casas.
La profundidad de aquel inmenso agujero
hizo que se sintieran atraídos hacia la penumbra que parecía no
tener fin en su interior.
- No, me basto yo solo y quiero hacerlo porque así me lo ha pedío pare.
Los otros hermanos, sabían que era
absurdo empezar una discusión con su hermano Manuel y decidieron no
insistir y acatar todo lo que aquel les dijera.
El chico, dejó caer al animal muerto y
dejaron que sus oídos se percataran del desenlace final de aquel
acto. No mucho tiempo después, apenas unos segundos, oyeron
claramente el golpe de algo que hizo que sintieran un escalofrío.
- Sí, la cantidá de animalicos que habrá tirao la gente aquí dentro.
Así que una vez realizada su
obligación decidieron que ya era hora de volver a sus casas.
Se dieron media vuelta y empezaron el
descenso, no sin antes echar una última mirada a aquel lugar
maldecido por los más ancianos que en noches de reunión y algarabía
contaban tristes historias que en forma de débiles ecos permanecía
en la tradición oral de los que allí vivían.
Aquella noche, Manuel no pudo pegar
ojo. Tuvo una horrible pesadilla en la que un animal con el rostro
desfigurado le perseguía por la ladera de San Antón ansiando su
carne y enseñando unos gigantescos colmillos blancos que brillaban
en la oscuridad como punzantes puñales deseosos de quitar alguna
vida terrenal.
Fue entonces cuando escuchó el primer
ladrido.
O eso le pareció.
Pero aquel sonido tuvo algo que le
resultó vagamente familiar.
Él sabía que no podía ser, que
quizás su cabeza le estuviese jugando una mala pasada y que no
fueran más que figuraciones suyas provocadas por la pena que le
producía la pérdida de su querido perro.
Pero no estaba del todo seguro y la
curiosidad fue haciendo mella en él hasta el punto de que empezó
lentamente a vestirse de nuevo mientras intentaba ver algo a través
de la ventana de su cuarto.
La noche no estaba cubierta de
oscuridad ya que la próxima venida de la luna llena producía un
efecto mágico sobre los senderos de la montaña que rodeaban su
casa.
Aparecía todo iluminado y sus ojos
fueron a posarse justo en el camino que pocas horas había desandado
con la comitiva que había formado con sus otros hermanos de regreso
al calor del hogar cuando habían finalizado la misión que su padre
le había encomendado.
Salió sigiloso y con cuidado de no
hacer ruido para no despertar a nadie de la familia que dormía
cerquita de él de forma plácida.
Abrió la puerta y volvió a mirar
hacia arriba, a medio camino de la cima de la montaña que era donde
se encontraba el “Pozo de la Rosa”.
Sus pies no lucían calzado alguno ya
que la familia no ganaba para esos lujos y además a base de esfuerzo y duros trabajos diarios se habían endurecido
con el paso del tiempo. Eso de llevar zapatos era para señoritos y
él no lo era.
Entonces, escuchó por segunda vez
durante aquella noche, aquel ladrido tan característico que le
invadió de una sensación de miedo.
En un instante sintió la duda, el
temor por encontrarse allí la cosa que hacía unos instantes había
intentado devorarlo en la pesadilla que lo obligó a despertarse con
la ropa empapada bañado en sudor.
Sus piececitos no eran más largos que
juntando sus dos manos. Así es como le enseñó su pare a medir las
cosas, con la mano.
Y calculando la distancia que lo
separaba de aquel lugar siniestro hacia donde se dirigía para
investigar pensó que no se trataba de más de doscientas manos.
Caminó muy despacito para no alarmar a
ninguno de sus compadres. Y consiguió sin apenas esfuerzo llegar
hasta la boca del agujero que de manera intimidatoria lo retaba a
practicar algún tipo de juego desconocido oscuro y peligroso.
Sintió el deseo de saltar de una punta
hacia la otra, de atravesar los dos metros de aire que había de
espacio entre un borde y otro.
Pero lo que le pareció un lamento, un
quejido de un animal enfermo lo sacó de su estado de concentración.
Después, oyó claramente ladrar a su
perro “Palo”.
Tuvo que refrenar un impulso para no
saltar hacia abajo para acudir en ayuda de su perro que por lo que
parecía no estaba muerto del todo y ahora lo reclamaba para que lo
ayudase a salir de aquel inmundo agujero.
Lo cierto es que olía bastante mal y
sintió náuseas.
Forzó los ojos para ver si podía
escudriñar en la oscuridad del final del pozo algo que le hiciera
cambiar de opinión y que le hiciera salir corriendo al abrigo de su
morada.
Pero el ladrido del perro volvió a
repetirse.
Esta vez sintió una gran compasión
por el animal pero sabía que no podía hacer nada por él aquella
noche. Sin luz, sin medios para acceder a las profundidades de aquel
maloliente agujero. Optó por volver a casa y pedir ayuda.
Pero dudó porque creyó que cada
minuto podría ser vital para la vida de su querido amigo “Palo”.
El perro mas fiel y más cariñoso que
nunca habían tenido en su casa y que había convivido con él desde
su niñez más tierna. Aquello no podía tacharse de cariño sino más
bien de un enfermizo sentimiento de amor por una criatura que nunca
había dado síntomas de desfallecer en su afán como acompañante.
Y eso Manuel lo sentía dentro de sus
entrañas, estaba llamado a seguir en busca de aquel cariño que lo
atrapaba sin remedio. Y que sólo aquel animal había sido capaz de
entregarle de forma tan altruista.
Así que no lo dudó más y se internó
en el pozo.
No volvieron a saber de Manuel.
Desde aquel día, y una vez recuperados
los restos de Manuel para darle cristiana sepultura, los niños más
atrevidos de San Antón empezaron a rondar por aquel lugar atraídos
por el misterio de lo imposible, del peligro y de los juegos que
parecía que miles de demonios susurraban junto a sus oídos.
Dedicado a EMETERIO NAVARRO
* Este relato es una ficción basada en lugares reales de Orihuela que Emeterio Navarro comenta en su libro HORNO DE AZOGUE, SANTA MATILDE, SAN ANTÓN"
El Cementerio de animales / Pozo de la Rosa, existe y se encuentra en el monte del barrio de San Antón muy cerca de donde habitan las ruinas de dicho horno.
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