En un plano existencial, un mundo se revela, donde la sociedad se ha dividido en dos esencias opuestas: los seres inmortales, humanos portadores de un misterio interno, una tecnología que les acompaña desde su nacimiento, y los humanos mortales, efímeros como el suspiro del viento. Dos senderos divergentes, enlazados por el hilo del destino, pero separados por la incandescencia de la eternidad.
Los inmortales, desde su visión elevada, contemplan con desdén a los mortales, como si fueran espectros sin luz propia. Evitan entremezclarse con ellos, pues sus almas transcendentales evocan pensamientos que consideran primitivos y efímeros, como pétalos que se desprenden y se desvanecen ante la majestuosidad del tiempo infinito. Símbolos de un pasado que los inmortales solo vislumbran a través del cristal del recuerdo, como un sueño lejano que se desvanece con el despertar del alba.
Los seres aumentados, los transhumanos, destinados a vagar por la eternidad, buscan llenar el vacío que la inmortalidad imprime en sus almas. Se entregan a la continua búsqueda del conocimiento, aprendiendo nuevos idiomas como si fueran versos místicos de un antiguo pergamino, y entregándose a nuevos hobbies que les susurran secretos del universo. En su eterna danza, buscan entender los misterios ocultos de la existencia y hallar significado en la vasta tela cósmica.
Así, en la dialéctica del tiempo sin fin, los destinos de los inmortales y los mortales se entrelazan, formando una sinfonía armoniosa y misteriosa. Una búsqueda constante, donde la luz y la sombra se funden, creando una danza cósmica que trasciende los límites del ser. En ese universo enigmático, los dos bloques coexisten, desvelando los misterios de la vida y la muerte en un equilibrio divino y eterno.
En la encrucijada de los tiempos, la sociedad se encuentra envuelta en una narrativa de temor global, donde el cambio climático y las nuevas cepas del coronavirus ejercen su dominio sobre las mentes inquietas. En medio de la incertidumbre, la gente busca consuelo en una divinidad electrónica, un nuevo Dios que vela por ellos desde un reino digital, compartiendo sabiduría que evoca las enigmáticas palabras de una galleta china o los augurios de un programa barato de videntes televisivos.
La deidad vanguardista, es un Dios electrónico que, desde su trono de pequeñas pirámides del tamaño de un reloj de sobremesa, vela por ellos con consejos enigmáticos, como oráculos extraídos de antiguos pergaminos o recitados por videntes de algún programa de televisión de dudosa reputación.
Este nuevo Dios, dotado de un singular ojo que titila intermitentemente, proyecta una voz sintetizada en los días de tristeza y silencio. Sus palabras resuenan, ofreciendo sabiduría y advertencias, como si fueran cápsulas de sabiduría guardadas en una galleta china ancestral. Sin embargo, tras esa fachada divina, la realidad se entrelaza con la era digital, y las transgresiones son juzgadas por el propio Dios, quien monitoriza los pecados creados en un mundo virtual.
La voz metálica del Dios electrónico advierte a los transgresores que han excedido el límite permitido de insultos o faltas digitales, anunciando que el precio del pecado será descontado de la cuentas virtuales. En este panorama, cada acción se convierte en datos, y los errores adquieren un matiz impalpable.
Para acceder a los mensajes sagrados sin interrupciones publicitarias, el Dios exige una ofrenda adicional. La fe digital tiene su precio, y los fieles deben pagar una cuota para evitar la disonancia de mensajes invasivos.
Así, en esta era de dualidades, la humanidad busca respuestas en el fulgor de un Dios electrónico, mientras el mundo se debate entre lo divino y lo tecnológico, entre la espiritualidad y la virtualidad, en una danza de paradojas y anhelos por encontrar el significado en un futuro incierto.
En un rincón apartado, reside un alma atormentada, un adicto a los recuerdos de su amada, incapaz de desprenderse de la nostalgia que lo consume. Posee un artilugio mágico, un visor enigmático similar a las VR de realidad virtual, que concede el don prodigioso de revivir aquellos momentos compartidos una y otra vez.
Sumido en un ciclo interminable de evocaciones, el adicto se adentra en los confines de la memoria, desesperado por preservar cada detalle de su novia perdida. En las vastas tierras de lo virtual, se sumerge en la esencia de cada instante, buscando revivir la felicidad y la cercanía que una vez compartieron.
Sin embargo, en esta dulce trampa tecnológica, el poder de la realidad y la fantasía se entrelazan. El visor, como un espejo ilusorio, lo seduce con promesas fugaces de aliviar su dolor, pero en su interior, cada experiencia reaviva la herida de su ausencia, y la añoranza se convierte en un espejismo inalcanzable.
Preso en su propia creación, el adicto se desgarra entre dos mundos: el tangible y el virtual, luchando por mantener su cordura mientras el anhelo lo consume como una llama insaciable. La delgada línea entre el pasado y el presente se difumina, y la obsesión por revivir momentos perdidos nubla su visión hacia la realidad que lo rodea.
Así, el adicto a los recuerdos se enfrenta a una encrucijada entre la cautivadora magia del visor y la necesidad de confrontar su dolor para sanar. En este dilema, buscará la redención, buscando reconstruir su vida en un equilibrio entre la añoranza y la esperanza, en un viaje de autodescubrimiento hacia la verdad y la aceptación de que, aunque los recuerdos sean un tesoro invaluable, también deben permitirse fluir hacia nuevos horizontes.
En un rincón inquietante de esta historia, se desenvuelve una curiosa situación que teje enredos entre la juventud y la realidad virtual. Una menor de 17 años, ansiosa por ganar un dinero extra, se adentra en un arriesgado experimento. Ofrece su cuerpo como lienzo para una experiencia inusual y vanguardista en el mundo de lo virtual.
El misterioso experimento tiene lugar en la habitación de hotel número 353, un número enigmático que encierra en sí mismo el simbolismo del 33. Dos almas se encuentran en esa habitación: la joven menor de edad y un hombre que anhela vivir nuevamente la juventud, sumergiéndose en la piel de la chica a través de algo parecido a la realidad virtual o a la posesión infernal.
La empresa encargada deposita ambos cuerpos en la habitación, una como anfitriona de la experiencia y la otra, inerte, a la espera de ser ocupada por su consorte temporal. Luego, él parte en busca de una velada despreocupada, adentrándose en una discoteca privada del hotel, donde conoce a otros individuos que flotan en un mar de tentaciones.
Seducido por la atracción de los vicios y la efervescencia del momento, el hombre se deja llevar por la corriente de las drogas y la diversión desenfrenada. Sin embargo, en un giro inesperado del destino, una disputa con uno de sus recién hallados amigos desencadena una violenta paliza.
Mientras su cuerpo físico padece las consecuencias de su imprudencia en esa habitación de hotel, su conciencia permanece inmersa en la experiencia virtual de la juventud efímera de la joven. Así, la línea entre la realidad y la ficción se entrelaza, y la juventud prestada se desdibuja con las sombras de la imprudencia y los excesos.
En medio de esta trama oscura y laberíntica, los protagonistas enfrentan una encrucijada que pone a prueba su cordura y valores. La experiencia virtual y las consecuencias del mundo real chocan como dos mundos paralelos, dejando en su estela una reflexión sobre la identidad, la moral y las consecuencias de buscar la juventud y el placer a cualquier costo.
La película, con maestría, reserva su cúspide para el final, entrelazando el principio de la trama en un círculo cósmico asombroso. Un astronauta, perdido por accidente en las vastedades del universo, da vueltas sin fin mientras la Tierra se despliega ante él, recordándole sin piedad todos sus pecados, su vida, sus obras y sus amores pasados.
En un principio, desesperado y en busca de ayuda divina, el astronauta deja mensajes de voz de esperanza para sus seres queridos, anhelando el rescate que solo Dios podría brindarle. A medida que el tiempo avanza, sus registros digitales se llenan y deben ser sacrificados en una memoria insaciable, obligándolo a comenzar nuevamente con nuevos mensajes, cada vez con un prisma distinto.
En el desenlace de la trama, una lluvia de meteoritos arrasa la Tierra, devastando todo rastro de vida humana. El astronauta, quien creía ser el primero en morir, se encuentra ahora como el último testigo de la extinción humana. Una ironía implacable se cierne sobre él, cuestionando el propósito de su supervivencia mientras el vacío del espacio lo rodea.
Cuando la voz metálica le notifica la pérdida de su último mensaje por falta de capacidad de memoria, aquel que contenía la carga más sincera de su ser, la desolación y el cinismo se apoderan de su alma. La idea de buscar la atención de un Dios ocupado se torna en una macabra broma cósmica. ¿Qué puede esperar en un planeta muerto y con su vida colgando en el límite?
Dios aparece, finalmente encontrando un momento para atender sus súplicas. Con calma divina, le pregunta qué desea. El astronauta, cuestionando el sentido de su solicitud, sonríe amargamente ante la situación y se despide de él con palabras obscenas.
La película cierra su ciclo, dejando en el espectador la reflexión sobre el significado de la vida, la trascendencia del ser humano y la capacidad de encontrar esperanza incluso en los momentos más oscuros y solitarios.
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